esta famélica estirpe. Por eso la destruye la madre, la reduce a migas, la monda. Después, recogidos los despojos, se rehace la bola, despojada también de su costra terrosa. La arrastra bajo tierra y la convierte en pera, sin más mancha que la del punto de apoyo.
Más frecuente todavía es que la madre hunda la bola en el fondo del bocal tal como la he extraído de la madriguera, con la capa rugosa de tierra que le prestó el rodar por los campos en el trayecto desde el lugar de adquisición hasta el punto en que el insecto se proponía utilizarla. En este caso, vuelvo a encontrarla en el fondo de mi aparato convertida en pera, rugosa, incrustada de arena y de tierra por toda la superficie; prueba de que la configuración piriforme no ha exigido la refundición general de la masa, que interesa tanto al interior como al exterior, sino que ha sido obtenida por simple presión, estirando el cuello.
En la gran mayoría de los casos, así es como ocurren las cosas en el estado normal. Casi todas las peras que exhumo en el campo llevan su correspondiente costra, privada de pulimento, unas más y otras menos. Perdiendo de vista las inevitables incrustaciones debidas al acarreo, estas manchas parecen afirmar un rodar prolongado en el interior de la habitación subterránea. Pero las raras peras que encuentro lisas, especialmente las que me suministran mis jaulas, éstas, sobre todo, disipan enteramente este error. Nos advierten que con materiales cogidos muy cerca y almacenados sin forma alguna, sin haberlas movido, la pera es modelada por entero, sin rodarla; y nos afirman que para las demás las rugosidades terrosas de la corteza no son signos de una manipulación por rodadura en el fondo del taller, sino