cimiento, y ayudados, de otra parte, en su saludable tarea por sus asociados los Aprodius, tan débiles como ellos, pronto limpian las manchas del suelo. Y no es que su apetito sea capaz de consumir tan copiosas vituallas, porque ¿qué alimento necesitan tales enanos? Un átomo. Sino que este átomo, escogido entre las exudaciones, deben buscarlo entre las pajitas del forraje triturado. De aquí proviene la división y subdivisión indefinida de la plasta, su resolución en migajas, esterilizadas pronto por el sol y disipadas por el viento. Hecha la obra, y muy bien hecha, la banda de saneadores se pone en busca de otro taller de limpieza. El paro les es desconocido, a no ser en la estación de los grandes fríos, que suspende toda actividad.
Y no vayamos a creer que esta labor de basurero requiera forma sin elegancia y vestido andrajoso. El insecto no conoce nuestras miserias. En su mundo, un cavador lleva suntuosa casaca, un enterrador se adorna con triple banda purpúrea, un leñador trabaja con traje de terciopelo. También el Onthophagus tiene su lujo. Cierto es que su vestido es siempre severo; en él dominan el negro y el pardo, a veces mate, otras con el brillo del ébano; pero sobre este fondo de conjunto, ¡cuántos detalles de sobria y graciosa ornamentación!
El trabajo del buril completa la belleza del vestido. Delicadas cinceladuras de surcos paralelos, rosarios nudosos, finas hileras de asperezas, siembras de mamelones perlados se encuentran, en casi todos, profusamente distribuidos. Sí, verdaderamente, los menuditos Onthophagus son bellos, con su cuerpo recogido y su ligero trotecito.
Y, además, ¡qué originalidad en sus adornos