triba contra América. "La América—dice el Diccionario—es la tierra de los tíos millonarios, la patria de los trusts, de los rascacielos, del tranvía eléctrico, de la ley de Lynch, del insoportable Washington, del aburrido Emerson, del pederasta Walt Whitman, del vomitivo Longfellow, del angélico Wilson, del filántropo Morgan, del indeseable Edison y de otros grandes hombres de la misma pasta. En compensación nos ha venido de América el tabaco que envenena, la sífilis que pudre, el chocolate que harta, la patata pesada para el estómago y la declaración de la Independencia que engendró, algunos años después, la Declaración de los Derechos del Hombre. De lo que se deduce que el descubrimiento de América—aunque realizado por un hombre que tuvo lados de santidad—fué querido por Dios en 1492 como una punición represiva y preventiva de todos los otros grandes descubrimientos del Renacimiento: esto es, la pólvora de cañón, el humanismo y el protestantismo.
La frenetica requisitoria contra América define la posición anti-histórica de Papini y Giuliotti. Claro que no todas sus razones deben ser tomadas al pie de la letra. Encolerizarse contra América por haber dado al mundo la patata, tiene que parecerle a todos un mero exceso de exaltación verbal. La pasta está justificada y defendida por el plefiscito de toda Europa. Un escritor francés un tanto próximo a Papini en el espíritu—Joseph Delteil— ha hecho en su Juana de Arco—libro que talvez sea adoptado por la nueva apologética que el Diccionario propugna y augura— el elogio de la patata. Delteil la declara alimento intelectual por excelencia. Entre otras virtudes, le atribuye la de mantener la agilidad de espíritu y conferir el gusto del diálogo.
Pero dejamos a América y la patata y, volviendo a las sugestiones esencialies del Diccionario, constatemos que el caso de Papini convertido al catolicismo, no es un caso solitario y único en la inteligencia contemporánea. El caos contemporáneo angustia y aterra a los intelectuales. Todos sienten la necesidad de un orden, de una fé. Los que no son capaces de adherir a un orden nuevo buscan con frecuencia su refugio en Roma. La Iglesia Católica les ofrece asilo contra la duda. Estas adhesiones de intelectuales desencantados no robustecen históricamente al catolicismo; pero restauren los gastados prestigios de su literatura.