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En Coriolano asistimos al espectáculo de una Roma pujante y en creciente ascensión. En Julio Cesar ha trazado su máximo círculo. En Antonio y Cleopatra decae ya visiblemente. Coriolano es la España de los reinados de Fernando e Isabel; Julio Cesar, la del emperador Carlos V — hay sombras de semejanza entre el gesto de los conjurados y el de los comuneros —; Antonio y Cleopatra, la monarquia disipada de los Felipes.

Shakespeare, al delinear las tragedias romanas, se ha atenido a un análisis riguroso de Plutarco, cuyas Vidas sigue punto por punto, conservando hasta los más insignificantes detalles. Una comparación entre lo que el referido autor griego cuenta sobre César, Marco Bruto, Marco Antonio y Casio y el giro que da Shakespeare al desarrollo de su Julio Cesar, serían de suma utilidad e interés para los que no establecen distinción entre el historiador y el poeta.

Veriase cómo el genio puede, guardando su personalidad, tomar de un historiador un relato dramático, y, transportando a la escena la verdad histórica, transformarla en verdad poética. También se vería que la imitación no es una esclavitud; que el arte de imitar es el arte, no de copiar, sino de embellecer los modelos, y que una obra maestra literaria estriba menos en los elementos que la componen que en la manera como el escritor ha sabido sacar partido de estos elementos.

Los que se imaginan al genio guiando única-