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perstición y el orgullo; además, le pinta receloso, suspicaz, desconfiado y epiléptico (y lo era —afirma Suetonio—), vicios y defectos que parece eshibir para que disminuya la admiración que comúnmente le hemos prodigado. La única virtud que le concede es el valor, que no podía negaric; pero aun este valor se traduce en fanfarronadas, con la intención de que nos inspire algunas dudas. Pese a la Historia, es posible que aqui el poeta, el adivino, el genio, haya superado al historiador, habida cuenta del fin de la mayoría de los héroes y grandes capitanes, el éxito de cuyas empresas —y buena prueba es Napoleón— se ha debido las más de las veces a la buena suerte y casualidad.

La figura de Casio, forjada admirablemente, es la del conocido envidioso de la gloria de César, y la de Antonio, la del hombre sagaz y mundano, dispuesto siempre a sacar partido de las circunstancias; político profundo, que aprovecha la muerte de César, vengándolo para su propia elevación. Los restantes personajes, el fogoso Octavio César, el silencioso Cicerón, el brusco Casca, etcétera, poseen esa fuerza que de continuo concede Shakespeare a los tipos secundarios, entre los que sobresale la viril y delicadísima Porcia.

Julio Cesar, que se mantiene generalmente en un tono trágico sereno, de sorprendente modernidad, exento de toda afectación, está cunjado de bellezas, y algunos trozos, como la escena de los conjurados en el jardin de Bruto y el discurso