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III — Los Atlantes
- En un hoyo enterré al hijo del alma,
- con hojas le cubrí de ceiba y palma,
- porque el Zemí no le pudiese ver;
- mas ¡ay! del corazón la dulce calma
- huyóse á no volver.
- Mis ojos ya cerrarse no pudieron,
- que entre mameyes y caobos vieron
- otros dos fulgurando en el zenit;
- «Padre, dormid,» mis hijas me dijeron;
- «son dos astros, dormid.»
- «No son estrellas, no, ninas hermosas,
- que del alto jardín éstas son rosas,
- y aquéllas, mis espinas de dolor.
- Dormid vosotras, flores candorosas,
- el sueño del amor.»
- Eran ¡ay! ojos de fruncida ceja,
- que curiosos lanzábanme esta queja:
- «¿Cómo tu hermoso hijo no está aquí?»
- Un brazo desde el cielo caer se deja;
- ¡el brazo del Zemi!
- ¡el brazo del Zemi!