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III — Los Atlantes

Mas ellos, sin descorazonarse, estrechan la asamblea, é, insensatos, discuten si algo hacer les interesa: si alzar del suelo, á peso de brazos, al iracundo dios, ó rehundirlo, pues no juzgan que valga otro trabajo.


Á la sazon llega al templo el clamor de sus hermanas; sacrílego uno de ellos arrebata el tridente á Neptuno; otros trozos de pilares y barbacanas, y al encuentro de Alcídes diríase que el viento les impulsa.


Agréganse los hijos de las selvas, arrancando tambien de cuajo seculares robles, de vital savia, como ellos, y abetos que verguean las nubes al oscilar, cual brazos de la tierra luchando con el cielo.


Otros, más ancianos, salen en tumulto de las cavernas, blandiendo armas de piedra y osamentas de mamut; famélicos, abandonan las eternales noches del profundo averno, no bien les ha dado el viento de carne humana.


El matador de monstruos, que á pasos agigantados iba al encuentro de Hesperis, portador del florido retoño, trabado se ve; con los de ellos anúdanse sus brazos, y un bosque de armas encendidas se hinca en su pecho.