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VI—HESPERIS

También ¡ay de mí! busco y no hallo la muerte; aunque cadáver, condenada estoy entre vivientes; adiós, río, al que ya ni perlas robo, ni arenas de oro; bosques, de mi prole abrigo, con Dios quedad.


Para siempre, con cuanto idolatro, jardín, he de dejarte pasto á ser de los mares; ¡tanto como te amó mi corazón! La lira que me llevo á llorarte me ayudará, pues sólo conserva entera la cuerda del dolor.—


En tanto, sobre cerro prominente, que llega á las nubes, otro alzan los Atlantes, á modo de altanera fortaleza, que á ellos y á la gentil Hesperis cobije cuando las olas suban de roca en roca, como canes á un festín.


Hiende el cantero, con agudo hierro, la peña viva, ablandada con el negro sudor de su cuerpo; y, en el anchuroso barranco, enarcándose como puente pelásgico, deja el peón caer las rocas sobre su espalda desnuda.


Con curvas uñas de diablo, otros las arrancan, restribando tan rudamente que estremecen los cerros; y, á falta de mazo, las cuartean con los pies, acuñándolas con guijarros, á guisa de leñadores.