Ve pasar haces de cadáveres de niños y mujeres, llevando aún alguna el suyo oprimido contra el seno; y á los Atlantes, entre las nevadas crestas de las lejanas olas, clavándole de hito en hito sus ojos de basilisco.
Contémplalo, y de nuevo lóbregas tinieblas le encapotan; lanzado de la tierra al cielo, bracea, con el agua al cuello; ya tropezando en los agudos dientes de un risco, ya preso en los nudosos tallos de un zarzal.
Cae y se embaza; negruzca la ola le sepulta repetidas veces; donde busca refugio, asoma orco terrorífico; el abeto á que se aferra sigue de cuajo o rómpese; donde pone el pie, ábrese engullidora sima.
Al seguir la relumbrante mirada de monstruosa fiera, por poco le apresa en sus anchas abiertas fauces; y al tropezar en las sierras de sus colmillos, une Hesperis sus alaridos al terrible concierto.
É imagina entonces carreras de monstruos más pavorosas, que juegan y manotean, abriendo sus insondables bocas de caverna, encendidas á veces como un horno por el rayo.