Crece, y, famélico monstruo, la rugiente catarata atrae las aguas de Etruria y de Chipre; menguan del Adriático los lagos, del Egeo los argentados ríos, y derrámase, ánfora rota, el vasto Mediterráneo.
Á manera de cocodrilo, alarga el Nilo su boca; Esmirna, Éfeso y Troya se alejan de Neptuno; con brazo de roca agárrase al Asia el islote de Tiro; y al beso de Sahara presentan las Sirtes su desnudo seno.
Dilatan los Apeninos su hermosa basamenta de mármol; elévase Provenza para ver surgir sus Islas de oro; y, cual de primiciales retoños un tallo, rodéanse los continentes de ramos de islas en flor.
Así, al apagarse el sol, van en veloz carrera sus rayos, cual ríos de oro licuado, hacia Occidente; la claridad, el bullicio, la vida del universo con él declinan, y es el firmamento un volcado mar de arreboles.
Mas, entre los pliegues de la dorada veste que el día recoge, cual perlas desengarzadas, brillan algunos luminares; chispas que quedaron de la inmensa pira, huellas del astro gigante que llenaba los cielos.