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VIII—EL HUNDIMIENTO

Para en el sepulcro del mar darle losa inmensa, derrumba un grande y caedizo peñasco, montaña sin raíces, que, ya de más en la tierra, alza en las aguas rumorosa tempestad.


Aun sigue rodando á los abismos, cuando, al alejarse Gerión, vuelve los ojos hacia Hesperis, y en su ilusión, deshojadiza cual silvestre rosa, besa sus sienes ornadas á manera de marco pro sedosos rizos.


El mar, empero, abríendose súbitamente, espumajeó algo más lejos; surgieron una frente y unos hombros giganteos, y, como rayo lanzado par férrea mano, una clava, flameando por los aíres, voló á aniquilar al monstruo.


Sólo tú, Gades hermosa, sólo tú te consoliste; de tu seno nació, junto á aquellos restos, un drago llorón, que con sus espadadas hojas le formó verde dosel, rociándole siglos tras siglos con lágrimas de sangre.


De un promontorio en la cúspide dirige ella la mirada hacia su patría, buscándola en vano en el hervor del horroroso caos; todo le devoró el sepulcro á que ha de bajar en breve, pues, resequidos, ni lágrimas derraman sus ojos.