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IX—LA TORRE DE LOS TITANES

Mas el Ángel, hostigándolos:—¡Ea! Desarraigadla, haced astillas de su tronco, y leña de su ramaje; cual yerba maldita de Dios, quemadla, y aventad luego la infernal ceniza a que el rayo la reduzca.—


Al escucharle, el mar detiene sus olas, y el cielo sus rayos; sangre destila la montaña cual uva en prensa, y forcejea natura contra sus férreos goznes, para, temblorosa, esconderse en el abierto abismo.


Cual rio que, de nube en nube, desciende del Empíreo, cae una espada de orla de centellas; y el altivo peñón, que ni el cielo conmover podido hubiera, aun desplomándose sobre él, auxiliado por vientos y mares, y el estallante fuego,


vuélcase con su carga, como cuna de cañizo; y, ancho y engullidor abriéndose boqueante maelstrom, muéstrales, la tierra, negruzca poza en sus entrañas, hasta la mas recóndita quebrajándose y rompiéndose.


Amedrentados retroceden; mas, oyendo retronar encima el tormentoso halito del Arcángel, zambúllense cuando más abría el abismo sus fauces, gozoso de verse lleno de una hornada.