Jadeante se acerca, mira, inquiere; mas ¡ay! el promontorio que allí asoma es un peñascal descalzado por las olas; despavorido retrocede á la manera del que, entre el blanco y escarchado césped de deleitoso vergel, divisa en acecho un viborezno.
Desviándose mal su grado de la ardua sierra, busca con ahinco terreno más accesible, pero su juvenil corazón no puede más, cuájase y hiélase la sangre en sus venas, y, perdido el tino, abrázase al leño, sintiéndose desfallecer al beso de la muerte.
Alza entonces á la lámpara la mortecina mirada, y distingue á su fulgor verde planicie, extendiendo sus alfombras para recibirle; rema animoso, y, ablandadas de improviso las olas, hasta le impelen enternecidas al verle, con tanta lozanía, agonizar.
Meciéndole, como brazos de sirenas, le dejan sobre arena blandísima en cojín de juncos y coralinas; al tiempo en que, cual ojo amante á través de celosías, aso-