Por ello, la mente fantaseadora de los hijos de Grecia le vió á modo de montaña, coronado de estrellas, y, agobiado, sin ceder, bajo su inmensa bóveda, sustentando sobre su firme espalda la máquina celeste.
En gigantez y en musculatura á él salieron sus hijos; mas ¡ay! su corazón fué quebradizo como el vidrio; que, después de haber trastornado reinos y tronos, también el de Dios escalar pretendieron.
Mas una noche la mar y el trueno rebramaron; trémula cual hoja á merced del Bóreas, trepidó Europa; y, despierta por el estruendo al alborear del día, de espasmo crujiendo su osamenta, no vió al mundo hermano.
Y, saboreando el no entibiado recuerdo de sus caricias, parecía decirle en su viudez: —¡Oh, Atlántida! ¿dó estás? Como solía, me adormecí anoche en tus brazos, y hoy, transidos de pavura, los míos no dan contigo.
¿Dó estás?— ¡Mas ay! allí donde la hermosa cautivaba los corazones, el piélago responde: — Yo anoche la engullí; ¡plaza! entre las tierras quiero para siempre tenderme; ¡ay de ellas si me levanto para ensanchar mi lecho!—