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I — El incendio de los Pirineos

Abrumóla con su pesada siniestra el Omnipotente, y, ya cadáver, el mar la tragó de un sorbo; quedándole sólo el Teyde, dedo de su férrea mano, que parece decir á la humanidad:—¡Aquí fué la Atlántida!—


Varias islas rodean aquel mástil de nave rota, cual descuartizados miembros de impura Jezabel; cuando los venideros siglos contemplen, al pasar, el gran destrozo,—¡Mirad,—exclamarán,— á dó conducen las vías del placer!—


Fué el gigante á quien pintan en lucha contra el Olimpo entero; con sus brazos el naciente sol tocaba y el poniente; y, no satisfecho de oprimir con el puño la tierra, intentó subir á coronar su frente de luceros.


Mas el derrocador silboso rayo del Tonante le despeñó de su gradería de hacinados riscos al bullente mar de azufre é ígneas olas, en donde brama, retorciéndose so la pesada carga de un volcán.


Y á tí ¿quién te salvó, oh nido de las naciones iberas, al sumergirse en los mares el árbol de que pendías? ¿quién te sostuvo, oh joven España, al hundirse, bipartida, la nave á que, cual góndola, te hallabas amarrada?