dicos favoritos, los papeles más abominables que se publicaban en Madrid y que algunas señoras miraban desde arriba con el mismo tenor que si fuesen máquinas explosivas.
Aquel hombre que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, pero muy gorda, vivía, por ironía, en el barrio del Pacífico.
La más leve cuestión de su mujer con las criadas le ponía fuera de si, y abriendo el saco de las amenazas prometía subir para degollar a todos los vecinos y pegar fuego a la casa; cuatro gotas que cayesen en su patio desde las galenas bastaban para que de su boca infecta saliese la triste procesión de santos profanados, con acompañamiento de horripilantes profecías, para el día en que las cosas fuesen rectas y los pobres subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.
Pero su odio sólo se limitaba a los mayores, a los que le temían, pues si algún muchacho de la vecindad pasaba por cerca de él, acogialo con una sonrisa semejante al bostezo del ogro y extendiendo su mano callosa, pretendía acariciarle.