en su espléndido hotel reinaba sobre una corte sólo de hombres: ministros, banqueros, políticos influyentes, personajes de todas clases que buscaban su sonrisa como la mejor de sus condecoraciones.
Tan grande era su poder, que hasta Luis creía sentirlo en torno de su persona, viendo que se sucedían las situaciones políticas sin que le tocasen su empleo. El miedo á combatir por el sostenimiento de la vida le hacía aceptar aquella situación, en la que adivinaba la mano oculta de Enriqueta. Solo y condenado á trabajar para vivir, sentía, sin embargo, la vergüenza del misera ble que tiene como único mérito ser esposo de una mujer hermosa. Todo su valor consistía en huir cuando la encontraba á su paso, insolente y triunfadora en su deshonra; huir perseguido por aquellos ojos que se fijaban en él con sorpresa, perdiendo su altivez de mujer codiciada.
Un día recibió la visita de un cura viejo y de aspecto tímido; el mismo que ahora iba sentado junto á él en el coche. Era el confesor de su mujer. ¡Bien había sabido escogerlo! Un señor bondadoso, de cortos