ba al marido y al otro con una simpatía extraña.
—Que se vaya, que se vaya-repetía la enferma con una terquedad infantil. Y su marido miraba al hombre poderoso con expresión suplicante, como si pidiera perdón para su mujer, que no sabía lo que decía.
—Vamos, doña Enriqueta—dijo desde el fondo de la habitación la voz del cura—. Piense usted en sí misma y en Dios: no incurra en el pecado de soberbia.
Los dos hombres, el marido y el protector, acabaron por sentarse junto al lecho de la enferma. El dolor la hacía rugir, había que darla frecuentes inyecciones, y los dos acudían solícitos á su cuidado. Varias veces se tropezaron sus manos al incorporar á Enriqueta, y no los separó una repulsión instintiva; antes bien, se ayudaban con efusión fraternal.
Luis encontraba cada vez más simpático á aquel buen señor, de trato tan llano á pesar de sus millones, y que lloraba á su mujer más aún que él. Durante la noche, cuando la enferma descansaba bajo la ac-