¡Pero bueno era él! Saltaba como una cabra, conocía todos los rincones de la sierra, partía de un balazo una moneda en el aire, y la Guardia civil, cansada de correrías infructuosas, acabó por no verle.
Ladrón... eso nunca. Tenía sus desplantes de caballero; comía en el monte lo que le daban por admiración ó miedo los de las masías, y si salía en el distrito algún ratero, pronto le alcanzaba su retaco; él tenía su honradez y no quería cargar con robos ajenos. Sangre... eso sí, hasta los codos. Para él un hombre valía menos que una piedra del camino; aquella bestia feroz usaba magistralmente todas las suertes de matar al enemigo: con bala, con navaja; frente á frente, si tenían agallas para ir en su busca; á la espera y emboscado, si eran tan recelosos y astutos como él. Por celos había ido suprimiendo á los otros roders que infestaban la sierra; en los caminos, uno hoy y otro mañana, había asesinado á antiguos ene migos, y muchas veces bajó á los pueblos en domingo para dejar tendidos en la pla za, á la salida de la misa mayor, á alcaldes ó propietarios influyentes.