-¡Sube..., sube! -dijo Luis a su esposa con acento imperioso. Le irritaba lo ridiculo de la escena.
El coche emprendió la marcha por la carretera de El Pardo arriba, y los esposos, con la cabeza reclinada en el paño azul de la tendida capota, se espiaban sin mirarse, como abrumados por la situación y sin atreverse uno de los dos a ser el primero en hablar.
Ella comenzó. ¡Ah la maldita! Era un muchacho con faldas; siempre lo había dicho Luis. Por esto la huia, teniéndole mucho miedo, porque, a pesar de su dulzura de gatita cariñosa y sumisa, acababa siempre por imponer su voluntad. ¡ Señor, y qué educación dan a las niñas en esos colegios franceses!
-Mira, Luis...; pocas palabras. Te quiero, y vengo decidida a todo. Eres mi marido, y contigo debo vivir. Trátame como quieras: pégame; te querré como esas mujeres que admiten los golpes como prueba de cariño. Lo que te digo es que eres mio y no te suelto. Olvidemos lo pasado, y aún podemos ser felices. Luis, Luis mio, ¿qué mujer puede quererte como la tuya?