hijo, un grumete de nueve años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.
-A ver si hoy tenéis más fortuna -murmuró la mujer desde la cama-.
En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones... Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor, y qué oficio tan perro!
-Calla, mujer; malo está el mar, pero Dios proveerá. Justamente vieron ayer algunos un atún que va suelto; un viejo que se calcula pesa más de treinta arrobas, Figúrate si lo cogiéramos... Lo menos sesenta duros.
Y el pescador acabó de arreglarse pensando en aquel pescadote, un solitario que, separado de su manada, volvía, por la fuerza de la costumbre, a las mismas aguas del año anterior.
Antoñico, estaba ya en pie y listo para partir, con la gravedad y satisfacción del que se gana el pan a la edad en que otros juegan; al hombro el capazo de las provisiones y en una mano la canasta de los roveles, el pez favorito de los atunes, el mejor cebo para atraerlos.