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Página:La Condenada (cuentos).djvu/76

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Juanillo corrió por la borda con la segura tranquilidad de un pillo de playa.

—Cuidado, muchacho, cuidado.

Pero él ya estaba en la proa, y se sentó junto al botalón, escudriñando la negra superficie del mar, en cuyo fondo se reflejaban como serpeantes hilos de luz las inquietas estrellas.

El laúd, panzudo y pesado, caía tras cada ola con un solemne ¡chap! que hacía saltar las gotas hasta la cara de Juanillo: dos hojas de espuma fosforescentes resbalaban por ambos lados de la gruesa proa, y la hinchada vela, con el vértice perdido en la oscuridad, parecía arañar la bóveda del cielo.

¿Qué rey ni qué almirante estaba mejor que el serviola del San Rafael?... ¡Brrru! Su estómago repleto le saludaba con eructos de satisfacción. ¡Vida más hermosa!...

—¡Tío Chispas!... Un cigarro.

—Ven por él.

Juanillo corrió por la borda del lado contrario al viento. Era un momento de calma, y la vela rizábase con fuertes palpi-