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LIBRO CUARTO

Tan tristes lamentos ella arrancaba de su pecho. Eneas entretanto, ya resuelto á irse y despues de preparado todo, dormia en la alta popa. La imajen del Dios que antes se habia presentado, se le aparece en sueño con el mismo rostro: en todo semejante á Mercurio, en la voz, en su tez, en los rubios cabellos y en su cuerpo brillante de juventud; y le parece que otra vez le amonesta con sus consejos. “¡ Hijo de una Diosa! en un trance tal puedes dormir? No ves los peligros que te rodean? į Insensato! Ni sientes que los Céfiros soplan favorables? Dido, cierta de morir, medita en su corazon nuevos artificios y un horrible crimen, y fluctúa entre los varios transportes de su cólera. ¡Y no huyes pronto ahora que puedes huir! Si la Aurora te encuentra parado en estas riberas, verás la mar ajitada por buques enemigos; verás brillar terribles antorchas y la costa abrasarse en llamas. Ea, parte, date prisa, que la mujer varia y cambia siempre."

Dijo asi, y ocultose en tenebrosa noche. Entonces Eneas aterrado por la inesperada fantasma, sacude de si el sueño y apresura á sus compañeros. “Troyanos, despertad lijero; sentaos en vuestros bancos; soltad pronto las velas. Un Dios mandado desde el alto cielo viene otra vez á apresurar nuestra fuga y manda cortar las cuerdas que atan á la ribera. Elejido de los Dioses! cualquiera que seas, nosotros te seguimos y obedecemos tus ordenes con un nuevo gozo. No nos abandones y benigno ayúdanos y dános en el cielo astros felices.” Dijo, y