y una cultura literaria, y quedará usted menos sorprendido –ya que no satisfecho y edificado– de las extrañas complejidades de este personaje. Samuel tiene la frente pura y noble, los ojos brillantes como gotas de café, la nariz traviesa y burlona, los labios atrevidos y sensuales, el mentón cuadrado y despótico, y la cabellera pretenciosamente rafaelesca. Es a la vez un gran holgazán, un ambicioso triste y un ilustre infeliz, pues en toda su vida no ha tenido más que ideas a medias. El sol de la pereza que resplandece sin cesar en su interior, le vaporiza y consume esa mitad de genio que el cielo le ha concedido. Entre todos los hombres semi-grandes que he conocido en esta terrible vida parisina, Samuel ha sido, más que cualquier otro, el hombre de las bellas obras fallidas; criatura enfermiza y fantasiosa, cuya poesía brilla más en su persona que en sus obras, y que, hacia la una de la mañana, entre el resplandor de un fuego de carbón y el tic-tac de un reloj, se me
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