el vicio de estos últimos es completamente desinteresado.
Ahora bien, la dama le replicó simplemente:
–Mi querido Samuel, no soy más que público, basta con decirle que mi alma es inocente. Además, el placer es para mí la cosa mundana más fácil de hallar. Pero hablemos de usted… Me consideraré dichosa si me juzga digna de leer algunas de sus producciones.
–Pero señora, ¿cómo es posible que…? –exclamó la gran vanidad del asombrado poeta.
–El dueño de mi gabinete de lectura dice que no lo conoce.
Y sonrió dulcemente como para amortiguar el efecto de su fugitiva provocación.
–Señora, –dijo sentenciosamente Samuel– el verdadero público del sigo XIX son las mujeres, su aprobación me hará más grande que veinte academias.
–Bueno señor, cuento con su promesa. ¡Mariette! La sombrilla y la echarpe;