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L A F A N F A R L O

mundo; antes yo ofrecía todo, lo daba todo, a partir de entonces quise hacerme rogar. Quería reanimar las cenizas de mi extinta felicidad, agitándolas y revolviéndolas; pero al parecer yo era poco hábil para la astucia y bastante torpe para el vicio; ya que no se dignó ni en percibirlo. Mi tía, cruel como todas las mujeres viejas y envidiosas que son reducidas a admirar un espectáculo del que antaño fueron protagonistas, y a contemplar alegrías inaccesibles para ellas, puso gran esmero en hacerme saber, por medición interesada de un primo del señor de Cosmelly, que él se había enamorado de una actriz muy en boga y aclamada. Me hice entonces llevar a todos los espectáculos, y cada vez que veía entrar en escena a alguna mujer medianamente bella, temblaba al imaginar en ella a mi rival. Finalmente me enteré, por caridad del mismo primo, que se trataba de la Fanfarlo, una bailarina tan hermosa como tonta. Usted, que es autor, sin duda la conoce. Yo no soy ni muy vanidosa ni muy orgullosa de mi figura; pero, se lo juro, señor Cramer, que repetidas