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LA ILÍADA

puso el carro en su sitio y lo cubrió con un velo de lino. El longividente Júpiter tomó asiento en el áureo trono y el inmenso Olimpo tembló bajo sus pies. Minerva y Juno, sentadas aparte y á distancia de Júpiter, nada le dijeron ni preguntaron; mas él comprendió en su mente lo que pensaban, y dijo:

447 «¿Por qué os halláis tan abatidas, Minerva y Juno? No os habréis fatigado mucho en la batalla, donde los varones adquieren gloria, matando teucros, contra quienes sentís vehemente rencor. Son tales mi fuerza y mis manos invictas, que no me harían cambiar de resolución cuantos dioses hay en el Olimpo. Pero os temblaron los hermosos miembros antes que llegarais á ver el combate y sus terribles hechos. Diré lo que en otro caso hubiera ocurrido: Heridas por el rayo, no hubieseis vuelto en vuestro carro al Olimpo, donde se halla la mansión de los inmortales.»

457 Así habló. Minerva y Juno, que tenían los asientos contiguos y pensaban en causar daño á los teucros, mordiéronse los labios. Minerva, aunque airada contra su padre y poseída de feroz cólera, guardó silencio y nada dijo; pero á Juno la ira no le cupo en el pecho, y exclamó:

462 «¡Crudelísimo Saturnio! ¡Qué palabras proferiste! Bien sabemos que es incontrastable tu poder; pero tenemos lástima de los belicosos dánaos, que morirán, y se cumplirá su aciago destino. Nos abstendremos de intervenir en la lucha, si nos lo mandas, pero sugeriremos á los argivos consejos saludables para que no perezcan todos víctimas de tu cólera.»

469 Respondióle Júpiter, que amontona las nubes: «En la próxima mañana verás si quieres, Juno veneranda, la de los grandes ojos, cómo el prepotente Saturnio hace gran riza en el ejército de los belicosos argivos. Y el impetuoso Héctor no dejará de pelear, hasta que junto á las naves se levante el Pelida, el de los pies ligeros, el día aquel en que combatirán cerca de los bajeles y en estrecho espacio por el cadáver de Patroclo. Así decretólo el hado, y no me importa que te irrites. Aunque te vayas á los confines de la tierra y del mar, donde moran Japeto y Saturno, que no disfrutan de los rayos del sol excelso ni de los vientos, y se hallan rodeados por el profundo Tártaro; aunque, errante, llegues hasta allí, no me preocupará verte enojada, porque no hay quien sea más desvergonzado que tú.»

484 Así dijo; y Juno, la de los níveos brazos, nada respondió. La brillante luz del sol se hundió en el Océano, trayendo sobre la alma tierra la noche obscura. Contrarió á los teucros la desaparición de la