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CANTO NOVENO

anidó en tu corazón, ¿cómo podría quedarme solo y sin ti, hijo querido? El anciano jinete Peleo quiso que yo te acompañase cuando te envió desde Ptía á Agamenón, todavía niño y sin experiencia de la funesta guerra ni de las juntas donde los varones se hacen ilustres; y me mandó que te enseñara á hablar bien y á realizar grandes hechos. Por esto, hijo querido, no querría verme abandonado de ti, aunque un dios en persona me prometiera rasparme la vejez y dejarme tan joven como cuando salí de la Hélade, de lindas mujeres, huyendo de las imprecaciones de Amíntor Orménida, mi padre, que se irritó conmigo por una concubina de hermosa cabellera, á quien amaba con ofensa de su esposa y madre mía. Ésta me suplicaba continuamente, abrazando mis rodillas, que yaciera con la concubina para que aborreciese al anciano. Quise obedecerla y lo hice; mi padre, que no tardó en conocerlo, me maldijo repetidas veces, pidió á las horrendas Furias que jamás pudiera sentarse en sus rodillas un hijo mío, y el Júpiter del infierno y la terrible Proserpina ratificaron sus imprecaciones. Estuve por matar á mi padre con el agudo bronce; mas algún inmortal calmó mi cólera, haciéndome pensar en la fama y en los reproches de los hombres, á fin de que no fuese llamado parricida por los aqueos. Pero ya no tenía ánimo para vivir en el palacio con mi padre enojado. Amigos y deudos querían retenerme allí y me dirigían insistentes súplicas: degollaron gran copia de pingües ovejas y de bueyes de tornátiles pies y curvas astas; pusieron á asar muchos puercos grasos sobre la llama de Vulcano; bebióse buena parte del vino que las tinajas del anciano contenían; y nueve noches seguidas durmieron aquéllos á mi lado, vigilándome por turno y teniendo encendidas dos hogueras, una en el pórtico del bien cercado patio y otra en el vestíbulo ante la puerta de la habitación. Al llegar por décima vez la tenebrosa noche, salí del aposento rompiendo las tablas fuertemente unidas de la puerta; salté con facilidad el muro del patio, sin que mis guardianes ni las sirvientas lo advirtieran, y huyendo por la espaciosa Hélade, llegué á la fértil Ptía, madre de ovejas. El rey Peleo me acogió benévolo; me amó como debe de amar un padre al hijo unigénito que tenga en la vejez, viviendo en la opulencia; enriquecióme y púsome al frente de numeroso pueblo, y desde entonces viví en un confín de la Ptía, reinando sobre los dólopes. Y te crié hasta hacerte cual eres, oh Aquiles semejante á los dioses, con cordial cariño; y tú ni querías ir con otro al banquete, ni comer en el palacio, hasta que, sentándote en mis rodillas, te saciaba de carne cortada en pedacitos y te