y caballos,—y pongámolos en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa, donde se guarden hasta que yo descienda al Orco. Quiero que le erijáis un túmulo no muy grande, sino cual corresponde al muerto; y más adelante, aqueos, los que estéis vivos en las naves de muchos bancos cuando yo muera, hacedlo anchuroso y alto.»
249 Así dijo, y ellos obedecieron al Pelida, de pies ligeros. Primeramente, apagaron con negro vino la parte de la pira á que alcanzó la llama y la ceniza cayó en abundancia; después, recogieron, llorando, los blancos huesos del dulce amigo y los encerraron en una urna de oro, cubiertos por doble capa de grasa; dejaron la urna en la tienda, tendiendo sobre la misma un sutil velo; trazaron el ámbito del túmulo en torno de la pira; echaron los cimientos, é inmediatamente amontonaron la tierra que antes habían excavado. Y, erigido el túmulo, volvieron á su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le hizo sentar, formando un gran circo; y al momento sacó de las naves, para premio de los que vencieren en los juegos, calderas, trípodes, caballos, mulos, bueyes de robusta cabeza, mujeres de hermosa cintura, y luciente hierro.
262 Empezó por exponer los premios destinados á los veloces aurigas: el que primero llegara, se llevaría una mujer diestra en primorosas labores y un trípode con asas, de veintidós medidas; para el segundo ofreció una yegua de seis años, indómita, que llevaba en su vientre un feto de mulo; para el tercero, una hermosa caldera no puesta al fuego y luciente aún, cuya capacidad era de cuatro medidas; para el cuarto, dos talentos de oro; y para el quinto, un vaso con dos asas que la llama no tocara todavía. Y estando en pie, dijo á los argivos:
272 «¡Atrida y demás aqueos de hermosas grebas! Estos premios que en medio he colocado, son para los aurigas. Si los juegos se celebraran en honor de otro difunto, me llevaría á mi tienda los mejores. Ya sabéis cuánto mis caballos aventajan en ligereza á los demás, porque son inmortales: Neptuno se los regaló á Peleo, mi padre, y éste me los ha dado á mí. Pero yo permaneceré quieto, y también los solípedos corceles, porque perdieron al ilustre y benigno auriga que tantas veces derramó aceite sobre sus crines, después de lavarlos con agua pura. ¡Adelantaos los aqueos que confiéis en vuestros corceles y sólidos carros!»
287 Así habló el Pelida, y los veloces aurigas se reunieron. Levantóse mucho antes que nadie el rey de hombres Eumelo, hijo amado de Admeto, que descollaba en el arte de guiar el carro. Presen-