piedra que dos de los actuales hombres no podrían llevar y que él manejaba fácilmente, hirió á Eneas en la articulación del isquion con el fémur que se llama cótyla; la áspera piedra rompió la cótila, desgarró ambos tendones y arrancó la piel. El héroe cayó de rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y la noche obscura cubrió sus ojos.
311 Y allí pereciera el rey de hombres Eneas, si no lo hubiese advertido su madre Venus, hija de Júpiter, que lo había concebido de Anquises, pastor de bueyes. La diosa tendió sus níveos brazos al hijo amado y le cubrió con un doblez del refulgente manto, para defenderle de los tiros; no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le quitara la vida.
318 Mientras Venus sacaba á Eneas de la liza, el hijo de Capaneo no echó en olvido las órdenes que le diera Diomedes, valiente en el combate: sujetó allí, separadamente de la refriega, sus solípedos caballos, amarrando las bridas al barandal; y apoderándose de los corceles, de lindas crines, de Eneas, hízolos pasar de los teucros á los aqueos de hermosas grebas y entrególos á Deípilo, el compañero á quien más honraba á causa de su prudencia, para que los llevara á las cóncavas naves. Acto continuo subió al carro, asió las lustrosas riendas y guió solícito hacia Diomedes los caballos de duros cascos. El héroe perseguía con el cruel bronce á Ciprina, conociendo que era una deidad débil, no de aquéllas que imperan en el combate de los hombres, como Minerva ó Belona, asoladora de ciudades. Tan pronto como llegó á alcanzarla por entre la multitud, el hijo del magnánimo Tideo, calando la afilada pica, rasguñó la tierna mano de la diosa: la punta atravesó el peplo divino, obra de las mismas Gracias, y rompió la piel de la palma. Brotó la sangre divina, ó por mejor decir, el icor; que tal es lo que tienen los bienaventurados dioses, pues no comen pan ni beben vino negro, y por esto carecen de sangre y son llamados inmortales. La diosa, dando una gran voz, apartó al hijo que Febo Apolo recibió en sus brazos y envolvió en espesa nube; no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole el bronce en el pecho, le quitara la vida. Y Diomedes, valiente en el combate, dijo á voz en cuello:
348 «¡Hija de Júpiter, retírate del combate y la pelea! ¿No te basta engañar á las débiles mujeres? Creo que si intervienes en la batalla te dará horror la guerra, aunque te encuentres á gran distancia de donde la haya.»
352 Así se expresó. La diosa retrocedió turbada y afligida; Iris, de