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Luego corrió al umbral y las saetas
Arrojara a sus pies, mientras, terrible,
Sus víctimas marcaba con la vista.
Antinó atravesó y otros y otros
Que, cayendo en el mármol agrupados,
En sangre le dejaban empapado.
Un Dios, sin duda, en su favor lidiaba;
No fuera mas que una espantosa riza,
Alaridos, sollozos y la muerte
Horrenda en todas partes se veía.
¡De tal suerte morimos, fuerte Atrida!
¡Y ora nuestros despojos desechados
Sin honras yacen en aquel palacio!
¡Nuestros amigos todos, nuestros deudos,
Este destino ignoran! ¡No lavaron
Sus manos compasivas las heridas,
Ni su piedad nos prodigó el esmero
Ni el triste llanto al que murió debido!»
« ¡Oh de Laértes hijo venturoso!
Esclama Agamenón; ¡cuál noble esposa
Te deparó el destino! ¡cuál ternura,
Cuánta fidelidad ostentar supo
De Ícaro insigne la prudente hija
Hacia al esposo que su fe tenía!
Los inmortales todos para ella
Inspirarán cantores venideros;
Celebrada será en los himnos sacros
Que llevarán su nombre y sus virtudes
Con gloria inmensa á los futuros siglos...
Y en tanto ¡hija de Tíndaro exerable!
¡Cuál atroz diferencia!... ¡Tú que, infanda,
El esposo inocente degollaste;
Verás tu nombre estremeeer la tierra;
A tu memoria las mugeres todas
Cubrirse de terror y de vergüenza
Y, hasta en fin la mas casta, á tal estrago
De deshonor se sentirá cubierta!»