mero las altas rejas, después la pesada y ostentosa mole de la iglesia. En este punto, las voces que a tal sitio me guiaron resonaban en torno a mis oídos con cháchara de risas, mezcladas de sílabas y modulaciones fugaces. Creí encontrarme dentro de una pajarera.
Pensé que si allí estaba Floriana no sería en calidad de monja, sino de señora de piso, que así llaman a las damas principales que en aquel santo retiro buscan sosegado alojamiento y viven recogidas y libres, pudiendo salir a la calle y comunicarse con el mundo. Tras larga expectación me dominó de tal modo la fatiga que no podía ya con mi alma. Pero como al propio tiempo me sujetaban con invencible atracción aquellos lugares, me senté en uno de los escalones del pórtico. Minutos no más transcurrieron entre sentarme y tenderme a lo largo, apoyando mi cabeza en un gastado sillar... La dureza de mi cama no impidió que me sumergiera en un sueño profundísimo... De aquel sopor me sacaron manos vigorosas, que tirando de mí obligáronme a tomar la vertical... Me vi entre dos guardias de Orden Público. Uno de ellos pronunció alborozado mi nombre. Era Serafín de San José.