como yo (lo digo sin vanidad) que la Razón y el Tiempo, las dos fuerzas eternamente disciplinadas e incontrastables, reducirían a los rebeldes a la obediencia, y devolverían a los pueblos su placentera normalidad.
A la defensa de Pi, ausente de las Cortes en aquellos días, salió Carvajal, Ministro de Hacienda, que con toda su elocuencia no pudo amansar las iras del señor Prefumo; acudió a la liza el Ministro de Ultramar, señor Súñer y Capdevila, y aquí fue Troya. Empezó diciendo que estaba dispuesto a castigar con mano dura, inexorable, a los revoltosos, a los incendiarios y a los asesinos. Un aplauso unánime acogió estas palabras, y aquel hombre talludo y frío, sectario furibundo, que desmintiendo su honrada condición ponía siempre en sus palabras una ironía mefistofélica, prosiguió de esta manera: «Pero, señores, cuando se trata de luchar y de derramar la sangre de mis amigos y de mis correligionarios, declaro que hasta aquí no llega mi heroísmo». Un diputado le interrumpió preguntando: «¿Y si son facciosos?». El Ministro contestó: «Para Su Señoría serán facciosos...». Espantable vocerío y protestas unánimes le obligaron a callar.
Restablecido el orden remató así Súñer su infeliz perorata: «Una cosa es considerarlos facciosos y otra luchar con ellos. Aquí no hay más que dos políticas: o la de ataque o la de concesiones. Pues bien, yo declaro desde este banco que soy partidario para con mis correligionarios, sublevados en Cartagena y en cuantos