estruendo pavoroso sobre el río, quedando la máquina, tender y algunos vagones en posición vertical.
En el acto estalló el incendio, pues el tren iba cargado de aguardiente y otras materias combustibles. Ardió todo, cedió la armadura del viaducto; las llamas reflejándose en la corriente del río y el humo subiendo en negras ondulaciones por los aires, componían un cuadro grandioso, sublime estrofa del arte revolucionario, que también las revoluciones tienen su poesía... De este modo quedó interrumpida para mucho tiempo la comunicación de Castilla con toda la región andaluza.
Recorrimos la calle de Atocha en toda su longitud y torcimos hacia el Prado, pues Estévanez tenía que ir al Ministerio de la Guerra, en donde le había citado el General Córdoba. Andando despacito siguió contándome don Nicolás su historia de Despeñaperros, que más parecía novela: «No creas que aquella vida era demasiado fatigosa; tirábamos a los lobos, alguna vez a los jabalíes; no tuvimos ningún encuentro serio, ni dimos ninguna batalla como las de Marengo y Arcola; nos alimentábamos con naranjas, madroños, exquisita miel, y bebíamos agua cristalina de los manantiales de la sierra... En Madrid publicaban los intransigentes, en hojas extraordinarias, noticias estupendas elaboradas para los inocentes de grandes tragaderas: «Entrada de Estévanez en Linares con cuatro mil hombres»... «Última victoria de la partida de