mente escultórica. Desde que la vi a larga distancia me descubrí, avancé despacio abrumado por la emoción, y cuando aún no había vencido la distancia que de la Diosa me separaba, su voz sonora y dulce me habló de esta manera: «Le esperaba, señor don Tito. Ya sabía yo que vendría usted. Por esperarle me he detenido unos minutos. Me han dicho que le tendré por compañero de viaje. Su compañía me será muy grata».
De tal modo me anonadaron las palabras de la divina Floriana, que no supe qué decirle ni qué hacer ante su augusta presencia. Creo, mas no lo aseguro, que hinqué una rodilla en tierra y le besé la mano. Traté de sacar de la mente a los labios la fraseología galante que yo manejé siempre con arte y desenvoltura; pero la usual galantería no me valió en aquel caso, y todo el vocabulario pasional y erótico que prevenido llevaba, se quedó en mi lengua avergonzado de sí mismo. Las únicas expresiones que pudo emitir mi boca fueron estas, tímidas y balbucientes: «Sólo aspiro a ser su siervo, su esclavo, Floriana... ¿Qué soy yo más que un insecto miserable, indigno de mirar a este sol de hermosura...?». Advertí que sonreía como denegando graciosamente lo que afirmé en desdoro mío y en alabanza de ella.
En esto, una mano muy bonita me quitó la maleta... y digo una mano, porque la mujer a quien aquella pertenecía yo no la vi. Floriana habló así: «Pase usted y sígame.