Floriana: Andando, sí, que es tarde». Volviose a mí la Diosa, y entre risas delicadas me dijo: «Borre usted de su mente, señor don Tito, las palabras tarde y temprano; que aquí no existe esa forma de apreciar el tiempo. En estos valles no hay día ni noche; no amanece ni anochece. Si lleva usted reloj, no se cuide de darle cuerda, que mejor está descansando, con todas sus ruedecillas dormidas».
Emprendimos la marcha por un sendero estrecho, entre pedruscos conglomerados. Precediéndome a mí iba Floriana, acompañada de cuatro o cinco mujeres cuyas formas indecisas excitaban mi curiosidad. Delante de ella y detrás de mí iban las demás del cortejo, apreciables tan sólo al oído por un murmullo alegre, como conversación de avecillas picoteras. Sosteniendo mi marcha al compás de la comitiva, mis ojos ávidos no hacían más que observar el inmenso antro por donde caminábamos. Floriana lo llamó valle, y estructura de tal en parte tenía. Formaban la cavidad dos grandes escarpas montuosas, en las que pude apreciar una altura aproximada de doscientos o trescientos metros. Del fondo, donde los costados del valle tenían su cimiento, venía un rumor como de aguas precipitadas de peña en peña. Las que llamo escarpas afectaban en algunos trozos formas de colinas o laderas tendidas suavemente, en otros eran vertientes riscosas o paredones cortados casi a pico. Por el lado izquierdo del valle se escurría tortuoso el angosto sendero por donde íbamos.