Aún no había pasado el imponente rebaño taurino, cuando me llamaron mis compañeros de viaje con voces cariñosas. Acudí al reclamo por sendero distinto del que llevaban los cornúpetas, pues aún no las tenía yo todas conmigo. Por zanjas y barrancas llegué a un terreno casi llano, con verdor de pradera, y allí me salió al encuentro Floriana burlándome delicadamente por el mieditis que pasé. «Estos fieros animales -me dijo- son mansos como corderos para mí y para cuantos van conmigo. No tema usted nada». Al decir esto la Diosa, los toros, en número tal que no podía ser contado, prorrumpieron unánimes en mugidos espantosos. No creo que orejas humanas hayan oído nunca un coro semejante. Pensé que no sonarán con más estruendo las trompetas del Juicio Final. Mil truenos corriendo a lo largo del valle no imitarían la repercusión prolongada de aquel mugir estentóreo. Cuando vino el silencio, se oyeron lejanos los bramidos de las panteras y demás alimañas feroces, que amedrentadas se recogían en sus altas guaridas.
Estupendas cosas había yo visto en aquel mundo dantesco; pero aún me esperaban nuevos motivos de asombro. Floriana, que de un cercano matorral había cogido una varita y jugaba con ella blandiéndola en el aire, me dijo: «Ahora, señor don Tito, podremos seguir nuestro viaje con más comodidad. En este paso no faltan peligros; pero ya ve usted que los he sorteado con mis bravos y ge-