arte que envidiaran las más hábiles artistas de circo en el otro mundo. Hostigándole con una varita flexible, le hacía juguetear como un ágil caballo. Cuando se cansaba de este recreo, sentábase la diablesa en el testuz del animal, echando las piernas a un lado y otro del hocico, y agarrándose a las astas entonaba cantos báquicos, a que el toro respondía con sonoros resoplidos. Embelesado con tan extraordinarios ejercicios, pasé un rato agradable. Luego, la que fue mi amiga en otros tiempos, tomó de nuevo la forma natural de equitación, y emparejando su toro con el mío, me habló de esa manera:
«¿Qué tal, Titín, vas a gusto en el torito? Si no te enfadas te diré que te has metido en este laberinto subterráneo por un extravío de tu temperamento, por tus malas mañas de pícaro redomado, y por tus pretensiones de virote conquistador de cuantas hembras se te ponen por delante. Te enamoraste de la Maestra por artilugios de una corredora, y creíste que esta perfecta hermosura podía ser tuya, como lo fueron tantas otras de baja y villana estofa, entre ellas yo. Pues ahora te digo: picarón, impuro, lascivo, adúltero, vicioso, ladrón deshonesto, monstruo de disipación y libertinaje: en el momento en que dirijas a nuestra Maestra y Señora la menor solicitación o requerimiento de amor liviano; en el momento en que aspires a poseer un átomo de la carne divina con apariencias de mortal vestidura, quedarás muerto si no te convierten en un inmundo y hediondo bicharraco».