en vilo para besarme. Por la diferencia de estaturas, no hubiera podido hacerlo de otro modo sin inclinarse más de lo que su dignidad permitía. Cortado y confuso, tan sólo supe responderle con frases balbucientes: «Señora y Madre mía... Soy dichoso... Siglos me habéis tenido huérfano...
-Has venido, buen Tito, en cuanto te lo mandé. Eres obediente a mi atracción sutil... A flor de tierra te he visto mil veces; tú a mí no... Está aquel mundo muy revuelto y no quise dejarme ver. He repartido allí no pocos zapatazos con mi recia sandalia. Mas no me han hecho caso. Una y otra vez quise ponerme al habla con tus grandes hombres; pero ni siquiera supieron oír mis pasos formidables. Tú solo te asustaste de ellos. Creo que los directores poseen inteligencia y buena intención, lo que no basta para que pueda yo darles la inmortalidad en mis anales. Pasarán días, años, lustros, antes que junten y amalgamen estas dos ideas: Paz y República».
Algo se me ocurrió que creí digno de ser dicho; pero de tal modo me conmovía y deslumbraba la majestad de la Madre, que de mi boca no pudo salir más que un suspiro. Avanzando por lo que he llamado presbiterio, entre grupos de sílfides reclinadas, Mariclío prosiguió así: «No hace mucho me anunciaron su visita mis hermanas... Ya sabes que somos Nueve, y que las Nueve nacimos en un mismo día... La presencia de mis hermanas ha sido un grande alivio de mis amarguras.