música que yo había oído la mar de veces en los teatros populares.
Graziella nos dio un número de circo, divertidísimo, haciendo mil piruetas sobre los lomos de su cabalgadura, y luego una plancha imponente agarrada a las astas del toro, a quien llamaba Perico. Terminado el ejercicio, hízome montar a su lado, y entonces las otras diablesas se abalanzaron a mí, acometiéndome con pellizcos y tirones de orejas. Una de ellas me dijo: «¿Te acuerdas, pillín, de aquella noche... cuando te llevamos por las calles hasta la plazuela de las Comendadoras, diciéndote búscala, que te quemas?». Otra saltó con esto: «Yo y esta amiga mía éramos las que te mandábamos los pretendientes de destinos para que te marearan y volvieran loco.
-¡Ah, bribonas! -exclamé-. Y luego ibais de ministerio en ministerio embaucando a los Ministros para que me concedieran todo lo que yo no les había pedido.
-No, tontín; esa función no era nuestra. Sacaba los destinos, con artes muy sutiles que nosotras no entendemos, la Madre Mariclío, que es la que corre con todo lo tocante a la intriga de lo divino en el terreno de lo humano, asistida, según creemos, de una dama cabalística que tiene a su servicio.
-Y esa dama ¿es la que Floriana trae a su lado?
-No, simple -dijo Graziella-. La que viene montada con Floriana en el toro Padre es Doña Gramática... Tú de todo te asombras.