riana y de sus compañeras. Y yo ¿qué hacía, a dónde iba?
De esta confusión, que llegó a ser ansiedad, me sacó uno de los corteses caballeros, el cual se llegó a mí para decirme: «Usted puede venir en esta tartana. Uno de nosotros le acompañará, y le llevaremos a una buena fonda. En mala ocasión vienen ustedes. Cartagena está revuelta. El Cantón nos trae locos». Con movimiento simultáneo, Floriana y yo nos aproximamos uno a otro para despedirnos. No tuve tiempo de decirle las mil finezas que brotaron de mi mente. Con prontitud y afecto, estrechándome la mano, la divina mujer me dijo: «Adiós, Tito, hasta mañana. ¡Ay qué dolor! Hemos venido a un volcán. Adiós, adiós».
Ocupamos las tartanas. A mí me tocó ir en compañía de Doña Gramática, Doña Aritmética y dos señores. Muchas de las que fueron sílfides y ya eran hembras de diferentes cataduras, se quedaron en el pueblo esperando que vinieran más vehículos. Cuando las tartanas echaron a andar una tras otra, pasamos junto a la pandilla de las alborotadoras, que animosas se lanzaban a seguir a pie hasta Cartagena, amenizando el viaje con la regocijada algarabía de sus cánticos y vivo parloteo. Entre ellas vi algunos mocetones a los que llamaban Perico, Zalamero, Ventura, Lázaro, Manrique, Gonzalo y demás...
El trayecto desde Balsicas a Cartagena fue para mí muy triste. Desconocía la comarca, y no podía prever las derivaciones vitales