arreando golpes a diestro y siniestro, un joven alto y huesudo en quien al punto reconocí a Fructuoso Manrique, oficial de Telégrafos, amigo mío a quien yo conocía desde los primeros meses del 72. En cuanto salió del atascadero, sofocado y limpiándose el sudor, llegueme a él y celebramos nuestro encuentro con un estrecho abrazo. «¿Tú aquí?... ¡Qué alegría verte!... Cuéntame... ¿Qué es de tu vida?». Era Manrique un chico excelente, suelto de palabra, honradamente fanático en opiniones, y seriamente dispuesto a la guasa y a la travesura. Le traté primero cuando íbamos juntos a negociaciones con la Casa Rostchild (Alamillo street), con Torquemada y otras Bancas que eran alivio de los necesitados. Fue luego, durante un mes, mi compañero de pupilaje en la calle del Amor de Dios, y últimamente estrechamos nuestras relaciones en Gobernación, cuando él servía en el gabinete telegráfico del Ministerio.
En Mayo del 73 fue destinado a Cartagena, su pueblo natal. Allí tenía familia y sin fin de amigos, entre ellos Cárceles. Con este, con Alberto Araus y otros muchachos furibundos, perteneció a la Juventud Federal de Madrid. No hay que decir que en la fiebre pasional del Cantón halló Fructuoso el ambiente apropiado a su temperamento político. Así lo aprecié y comprendí cuando, llevándole conmigo a la fonda para tomar un piscolabis, me dio a conocer, con la exactitud de un testigo de vista, las primeras páginas de la His-