entrada de los Cazadores de Mendigorría, pronunciados por la causa Cantonal, me fui a San Antón, donde Floriana, según me dijo, solía pasear. La mala sombra de aquel día no me trajo ningún accidente placentero. Desesperado me volví a la fonda, donde me sacudió los nervios y me encendió la imaginación un fenómeno inaudito. Por matar el tiempo abrí mi maleta para ver la ropa limpia que me quedaba... Imaginad, curiosos lectores, cuál sería mi sorpresa al encontrarme un envoltorio de papel que contenía dinero en oro y plata. Si me holgué con el hallazgo no hay para qué decirlo.
Precisamente me alarmaba ya la merma del escaso metálico que traje de Madrid. ¡Y en esta situación precaria, los Dioses inmortales dejaban caer sobre mí una lluvia metalífera que me aseguraba la existencia por dos o tres meses! En ello vi la sutil taumaturgia de la excelsa Madre, Madrina de la sin par Floriana. ¡Medrados estaríamos los pobres mortales -me dije escondiendo mi tesoro- si lo esperáramos todo de la dura y seca realidad, renegando, como propuso Fructuoso, de los poderes espirituales o suprasensibles!
No necesito deciros, lectorcitos míos, que se me alegró el alma, no sólo por las reverendísimas monedas que entraron en mi bolsillo, sino porque el divino socorro era señal de que Mariclío me ordenaba permanecer en Cartagena; señal también de que me concedería el don de su presencia.
Los mosquitos, el ardor de las sábanas y