vil. Se trabó la lucha. Gálvez, que donde pone el ojo pone la bala, tumbó la mar de civiles. Por fin quedamos dueños del campo, sin más pérdidas que un soldado muerto y dos heridos. La baja más sensible fue la mía, Tito, y gracias que la bala no hizo más que rozarme el casco por encima de la oreja. Las averías de la pierna me las causé en un arrebato épico, tirándome de un muro para ponerme a salvo del plomo enemigo. Total, que los vencí, digo, los vencieron Gálvez y los valientes Pernas, Carreras y Perico del Real. Cinco guardias del bando contrario pasaron a mejor vida. Apresamos catorce civiles y cuarenta carabineros. Los demás pusieron tierra por medio más que aprisa, y los triunfadores nos volvimos a casita, todos muy contentos, yo renegando.
-¿Y no trajisteis monises?
-El carrero del furgón en que yo venía como un fardo me dijo que se habían recaudado diez y seis mil duros. Pero como no los conté, ni siquiera los vi, no puedo darte recibo de la cantidad».
Cuando yo me marchaba entró Cárceles, que ya por la mañana estuvo a visitar a Fructuoso en calidad de presunto doctor en Medicina. Las muchachas le saludaron con alegre algazara, y él, tan vivo y diligente en la acción médica como lo era en la revolucionaria, levantó a Manrique los vendajes de la pierna, le puso emplasto nuevo, y después de examinar la matadura de la cabeza le dijo, dándole palmaditas en un hombro: «Lo que