y rondando el puerto llegamos al barrio de Santa Lucía. Próximos a las primeras casas tuve que pararme para tomar aliento: tal era la velocidad con que me llevaba la diabólica hembra. Atormentado por dudas punzantes, le pedí seguridades de que aquello no era una burla. ¿Por ventura quería reventarme llevándome a una regata de andarines? «Anda, mostrenco, sigue -me dijo-, no te pares... no vaya a escapársenos la Señora.
-Allá voy, allá voy -dije yo moderando el paso y aspirando el aire espeso y puro que venía del mar-. Yo te sigo, Graziella; pero no extrañes mi desconfianza. ¿Cómo es posible que en este arrabal apartado, donde no viven más que pescadores pobrísimos, cargadores del puerto y obreros de la fábrica de Figueroa, tenga su residencia la que por su jerarquía y su divinidad está por cima de todas las princesas del mundo? Si quieres que te crea, señálame desde aquí los muros y chapiteles del Palacio donde...
-A ti sí que te voy a dar yo chapiteles -replicó Graziella, acentuando sus palabras con risas y un regular bofetón-. Ven acá, babieca; voy a enseñarte los palacios donde hallarás a la que es Madre tuya y mía y Maestra de todo el género humano».
Cogido del brazo me llevó por delante de unas casas humildísimas, fronteras al puerto. Mujeres en perneras y chiquillos casi desnudos hormigueaban en los sitios de sombra, aspirando la frescura salina de la mar. Llegamos a una casa de apariencia menos hu-