la vista. Me volví y dije: «¿Eres tú Graziella?». Risillas burlonas sonaron alejándose en el aire vago.
La ingestión del vino de los Dioses produjo en mí una súbita iluminación del espíritu, un gozo chispeante, una conformidad expansiva con lo que me pasaba. «Caballero forjador -dije al que ya consideraba como amigo-; confiado en su amabilidad le suplico me saque de una duda. Yo entré en la herrería siguiendo a una señora madura a quien conozco con el nombre de Doña Aritmética. Traspasé la puerta un segundo después que ella y no la vi. ¿Puede usted decirme a dónde ha ido esa señora y el cómo y porqué de desaparecer tan pronto?
-Esa calle por donde has venido -me contestó el hombre de perfectas hechuras- es incómoda y casi intransitable en el trozo más alto. Las personas que tienen que ir a la escuela de párvulos hallan por aquí acceso más fácil, pues sólo un patio, como verás, separa este taller del taller de Floriana. La gran Maestra, imposibilitada de trabajar en el magno colegio que se hizo para ella, no quiere estar ociosa, y en este barrio mísero ha establecido una escuela humilde, para educar a los niños más pobres y desamparados de la ciudad.
-Bien clara es ya para mí la ruta de Doña Aritmética, y ahora comprendo el magnetismo que a estos lugares poderosamente me atraía. ¿Me permitirá usted, señor coloso, que salga yo a ese patio, por lo