el cual, visto de cerca, modificó la idea que de él tenía yo y conmigo el vulgo. No era un hombre glacial; no era la estatua de la reflexión imperturbable como parecía indicarlo la escasa movilidad de sus facciones, su austera faz, su barba gris, su boca sin sonrisa, y sus anteojos que aguzaban la penetración de la mirada.
Era en verdad el apóstol del federalismo un hombre afectuoso, reposado, esclavo del método. Lo primero que me encargó fue algunas cartas citando a su despacho a varios personajes, y otra para don Eduardo Benot, con mayor extensión y conceptos más delicados. Cuando le llevé esta la corrigió, hízola casi de nuevo, redactándola de su puño y letra. Llegada la hora de tomar alimento, llamó a un ordenanza para que le trajeran del café Oriental su almuerzo, el cual, según después observé, era el mismo todos los días. En la propia mesa de su despacho le sirvieron una chuleta con patatas, una ración de queso Gruyére y un vaso de cerveza de Santa Bárbara. Cuando vino el mozo del café a recoger el servicio, don Francisco le pagó de su bolsillo, y seguimos trabajando.