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Página:La Primera República (1911).djvu/82

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del despacho de un empingorotado estadista o de un agente de colocaciones. Metido de hoz y coz en aquella farsa, tenía momentos en que me parecía verdad tanta mentira. Una noche me acosté destemplado y algo febril; tuve pesadillas desatinadas, y cerca ya del día soñé que era Presidente del Poder Ejecutivo, con tal precisión de detalles y tal claridad en los objetos y personas que me rodeaban, que ya despierto permanecían en mi cerebro las visiones como la misma realidad.

Cuando me hallaba ya vestido y preparado para las audiencias, el primer visitante fue un sacerdote anciano y venerable en quien al punto reconocí a don Hilario de la Peña. Asombro y alegría me causó su aparición en mi cuarto. Sus primeras palabras reveláronme torpeza de dicción, como amago de parálisis; su andar era pausado y doliente. Advertí en su ropa menos pulcritud de la que ostentaba cuando hice con él amistad en su casa de la calle de San Leonardo. Al sentarse, la lentitud del juego de piernas y una mueca de sufrimiento eran señal cierta de que el buen señor declinaba de la vejez terne a la senectud desmayada. Dándome un palmetazo en la rodilla, me habló de esta manera:

«Ya sabe usted, señor don Tito, que soy obispo. Recibí el nombramiento un domingo de Carnaval, no recuerdo la fecha. Yo no solicité tal honor ni entró jamás en mis planes gobernar una diócesis... Pero ello vino porque Dios así lo quiso. Testigo es usted de