mentos en que me encuentro totalmente vacío de memoria. Pero ella vuelve. Ha vuelto. Aquí la tengo. ¿Me preguntaba usted si Graziella...?
-¿Sigue con usted? Desearía verla.
-Ahora me cuida Celestina Tirado, una santa que lleva recados de la Tierra al Cielo y los trae del Cielo a la Tierra. Graziellita... está sirviendo en una casa...
-¿Dónde? ¿Qué casa es ésa?
-Espérese usted un poco -dijo don Hilario, mirando al suelo y llevándose el dedo índice a la boca-. Esa perra de memoria se me ha escapado otra vez... Pero ya vuelve... Ya la tengo... La italiana graciosa está hoy al servicio de las Nueve Musas».
Quedé absorto, movido a intensa compasión, pensando que las potencias mentales del pobre don Hilario se hallaban en lamentable anarquía.
«¿Qué Musas son esas? -le dije-. Serán tal vez señoras de carne y hueso que han tomado el nombre de las hermanitas de Apolo para embromar a la gente.
-No sé, no sé -respondió el cura, queriendo atrapar en el aire con su mano temblorosa las ideas que revoloteaban en derredor de su cabeza-. Las vi una noche... ¿Qué noche fue, Dios mío? Las vi cual máscaras griegas, en procesión solemne, llevando ramas de mirto y laurel... Vuelvo a mi asunto, Tito. Me ha prometido usted hablar a Salmerón...
-Esté usted tranquilo, don Hilario. Nico-