San José, el esposo de doña Cabeza. Su figura era lastimosa; su rostro, famélico y displicente. En breves palabras me dijo que la compañía se había disuelto, que él fue dos meses representante, un mes visador, y a la sazón, para que no pereciera de necesidad, le tenían de guarda del oficio. Estas explicaciones biográficas las empalmó con estotras de mayor interés: «Ya sé por Cabeza que es usted el hombre más pudiente de España. Tengo entendido que le escribió, contestándole usted que podía contar con la plaza. Ya sabe, guardia de Orden Público, o agente de la Secreta. Para otra cosa no serviré; mas para esos oficios soy que ni pintado... Cuando le vi entrar, señor don Tito, creí que me traía el nombramiento.
-Hoy no te lo traigo, Serafín -le dije-. Otro día lo tendrás. Pero te advierto que te doy la plaza por complacer a tu señora, nada más que por eso, porque... debo decírtelo... en el registro de la Policía, en el Gobierno Civil, estás anotado como sospechoso... Y hay algo peor, Serafín: te han señalado como uno de los que en el Club de la Hiedra se juramentaron para matar a Pi, a Salmerón, y no sé si a Manolo Becerra».
Oído esto, se iluminó con centelleos de indignación el rostro macilento de Serafín. Elevó sus descarnados brazos a la altura de la cabeza, y de su boca húmeda y temblante salió esta protesta iracunda: «¡Qué me parta un rayo, señor Tito; que ahora mismo me quede tieso en este portalón si yo he matado